miércoles, 24 de julio de 2019

Los amantes de Teruel

LOS AMANTES DE TERUEL

Una de las más atrayentes historias de amor en la Historia Medieval es la que tiene por protagonistas a Isabel de Segura y Diego Mancilla, los amantes de Teruel.

El tema, como es sabido, entró en la Poesía, en el Teatro, y en la Pintura. Entre las obras inspiradas por la dramática historia de los amantes está la escrita por Juan Eugenio Hartzenbusch en los días del Romanticismo, “Fígaro”´(Mariano José de Larra), a raíz del estreno de la obra, hizo la crítica de ella. Y en respuesta a los que oponían a la obra el reparo de que el amor no mata, Larra escribió:

“Las teorías, las doctrinas, los sistemas se explican; los sentimientos se sienten.”

En los primeros años del siglo XIII, la ciudad de Teruel, ilustre y noble como pocas, albergaba en sus vetustos palacios la flor y nata de la nobleza aragonesa. La de Garcés de Mancilla era de las de más rancio abolengo, sin que la de Segura le cediera en linaje. Ambas familias tenían sus señoriales mansiones en la misma calle.

Don Martín Garcés de Mancilla tenía muchos pergaminos, pero una situación económica modesta. Don Diego Segura, en cambio, era riquísimo.

El de Mancilla tenía un hijo llamado Diego, y una sola hija tenía el de Segura, llamada Isabel, cuya edad era aproximadamente la misma que la de Diego.

Isabel de Segura y Diego de Mancilla se amaban, si bien obstáculos familiares y económicos dificultaban el enlace. Para vencer la enconada oposición, Diego marchó a guerrear a tierra de moros, con la promesa, por parte de Isabel, de que esta le esperaría durante cinco años, al cabo de los cuales si él no había regresado – “signo seguro” de su muerte – ella quedaría libre de la promesa y obedecería la voluntad de los padres.

Por aquel entonces vivía también en Teruel un caballero muy principal, llamado don Rodrigo de Azagra, que en la guerra contra el moro había conseguido alguna gloria y mucha fortuna. Era hombre de carácter altanero, de índole malvada y de muy malos instintos. Su soberbia no consentía rivales ni competidores en nada. Fuerte y testarudo, cosa que él se proponía no podía dejar de realizarse.

Cierto día conoció a la hermosa Isabel de Segura, y aunque tenía mucha más edad que ella, se prendó de tal forma de la hija de don Pedro que le entraron intensos deseos de convertirla en su esposa. E inmediatamente, y a pesar de que sabía que la joven tenía como rondador a Diego Mancilla, pidió a don Pedro por esposa la mano de su hija.

Mucho halagó al padre de la muchacha la petición que le hacía don Rodrigo de Azagra, fiado más en la fortuna de este que en sus condiciones personales. Mas no tuvo más remedio que hacerle saber el plazo que había concedido a Diego Macilla.

–Si al toque de oraciones del día en que este plazo espire – dijo el padre de Isabel al señor de Azagra – no ha regresado don Diego, queda disuelto el compromiso, y mi hija será vuestra esposa.

Llegó el plazo fijado y don Diego no volvió a Teruel. Imprevistos azares impidieron su regreso el día previsto, a pesar de que el amante galán, después de combatir con los moros, volvía rico y victorioso junto a su amada para cumplir su promesa. Rodrigo de Azagra se encargó con sus maquinaciones de que su rival no llegase a tiempo a la ciudad.

Y cuando el amante llegó a Teruel, Isabel acababa de contraer matrimonio con el de Azagra, el candidato de los padres. Al saber esto, Diego murió de tristeza.

Al día siguiente se efectuó el entierro y los funerales con toda la pompa que se merecía un joven tan célebre y distinguido, como funestamente desgraciado. Las exequias de Diego de Mancilla tuvieron lugar en la iglesia de San Pedro. Pocos hombres y menos mujeres quedaron en la ciudad sin acudir llorosos al entierro del desdichado doncel.

Desde su habitación oyó Isabel los tristes cánticos y el lúgubre clamor del funeral. E impulsada por una fuerza extraña, se despojó de todas sus galas nupciales – pues acababa de casarse –, se vistió con un monjil de bayeta, y sin peinarse el cabello corrió a la iglesia de San Pedro, donde tenía lugar el entierro de don Diego.

Y fue entonces, al descubrir Isabel el féretro en un gran túmulo donde estaban los restos mortales de su malogrado amor, cuando no pudiendo resistir más, se abalanzó adonde estaba el ataúd, y enajenada en su dolor exclamó:

–Diego mío, ¿es posible que estando tú muerto, tenga yo vida? No tengas de mi fe duda; perdona mi tardanza, que al instante contigo me tendrás.

“Le descubrió la cara al punto y le dio un beso en la boca tan fuerte que se oyó en toda la iglesia. Luego, con un ¡ay!, le faltó el aliento en un instante y quedó muerta en el acto.”

La sensible y virtuosa Isabel, después de apurado el Cádiz amargo de dilatadas penas, buscó en la muerte la compañía de su amado hasta el mismo templo de la eternidad.

Poco después, y en vista de que Diego e Isabel desde niños se tuvieron un entrañable amor y estaban ligados los dos con palabra y juramento de esposos, fueron enterrados juntos en un sepulcro. Esto sucedió en el año 1217.

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